Una vez tuve un amigo (en realidad fueron dos en ese tiempo, pero ahora sólo voy a hablar de uno de ellos). Un amigo de esos que crees no volverás a encontrar, de esos de los que piensas que su vida y la tuya van a estar para siempre entretejidas, que no se podrían desvincular nunca una de la otra, que el futuro sería inexplicable sin la presencia del otro. Sin embargo, tengo que decir que nuestra amistad fue presencial durante exactamente 6 meses, y que luego continuó de forma epistolar casi un año más.
Era inglés, de Newcastle, aunque hablaba un perfecto alemán, y su cumpleaños era un día antes que el mío, el cual celebramos desayunando con zumo de naranja y un plato de espaguetis a la bolognesa que había sobrado la noche anterior, sentados en el suelo del balcón, frente a la multitud de árboles que conformaba el espeso bosque al que daba la terraza de mi habitación. De postre, como no, un canuto de hierba y tabaco de liar, "ein Zug", que nos mantendría largo tiempo ocupados quitándonos las hebritas de los labios.
Practicaba Yoga y la escalada libre, así que podéis imaginar cómo era su cuerpo, tan perfecto, armónico, flexible, musculado, fibroso, bronceado pese a su procedencia.
Su piel tersísima, hidratada, bruñía, igual que su pelo liso, largo con 2 rastas que le salían desde la nuca, de un rubio oscuro, como el dorado de las antiguallas en una habitación sombría.
Sus ojos, de un azul turquesa inmenso, que daba miedo, te inundaban, y se abrían como una invitación a pasar.
A menudo descalzo, con su inseparable didjeridu (o didgeridoo, como queráis) a cuestas. Aparecía y desaparecía cuando menos te lo esperabas.
Me leía cuentos por las noches, y si me quedaba dormida antes que él, me arropaba con la manta del sofá.
Me ofrecía galletas de chocolate para acompañar el té que preparaba a media tarde, aunque fuera verano y afuera rezumara el calor.
Nos gustaba sentarnos al amanecer sobre los bancos del puerto, aún cubiertos de rocío, a mirar los barcos de mercancías que navegaban por el Elba. También beber y bailar hasta quedar siempre los últimos, exhaustos, dormidos en el metro hasta el final del recorrido uno contra el otro, hasta que nos despertara un revisor.
Si dormíamos juntos, lo hacíamos semidesnudos y abrazados, pero nuestra amistad era tan fraternal que puedo jurar que jamás hubo entre los dos ningún tipo de contacto sexual, ningún beso, ninguna caricia. Sólo abrazos. El sexo no existía entre nosotros. Era como si todo lo físico se desvaneciera poco a poco y sólo se fuera quedando a nuestro alrededor lo intangible, lo puramente mental, lo esencialmente espiritual.
Así era nuestra amistad.
Como él dijo una vez, "in a river the surface may look calm, but underneath the currents move strongly and there is danger". Pero la metáfora de esta relación tan especial no era ningún río, sino un mar en calma, sin mareas, sin resaca.
De esto hace tanto tiempo ya, que en proporción con los vínculos de amistad que ahora mantengo con otras personas, pienso en aquella como si hubiera sido una sola secuencia, aislada del discurso narrativo, de la película de mi vida, como algo tan efímero como la estela que deja un barco en el agua.
4 comentarios:
que lindo texto Rincón, supongo que para ser más felices, o sufrir menos deberíamos aceptar lo efímero de todas las relaciones, lástima que no sea tan sabio para alcanzar ese punto y tenga que dejar mucho tiempo de lágrimas antes de aceptarlo...
besos
vivir el presente, es un gran objetivo.
bonitos recuerdos, Rincon.
qué bien escribes y cómo me gusta que las palabras, juguetonas, sean capaces de crear imágenes tan vivas... Gracias. Un beso muy fuerte.
Bravo, what words..., an excellent idea
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