El tiempo tiene una viscosidad extraña. A veces lo percibo cuando pienso qué hacer con él; cuando es precioso, se vuelve más fluido y desaparece con rapidez, el muy cabrón, delante de mis ojos sin que siquiera pueda protestar o decir nada.
Otras veces se detiene, se vuelve gelatinoso y ni las mil gotas de lluvia que lo pararon -ni aunque las cuente, cada una con su sonido o todas juntas a la vez- van a servir para empujarlo y que pase más deprisa.
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