En una gran ciudad confluyen millones de personas, y con ellas millones de historias, algunas son por todos conocidas, normalmente las que afectan a personajes o personajillos de esos que ocupan portadas de revistas o panfletos y minutos de televisión. La mayor parte de estas historias poco o nada tienen que ver con la realidad que se vive y se palpa en la ciudad, sirven solo como entretenimiento y reclamo de esta sociedad consumista a la que pertenecemos.
Pero debajo de todo ese circo mediático subyacen miles de historias reales. Historias alegres, historias tristes, historias sufridas en su mayor parte, reflejo de lo que es la vida real. Cuando uno pasea por una ciudad así e intenta tener los ojos mínimamente abiertos y dispuestos a observar a su alrededor contempla muchas situaciones que no entiende, o que no conoce. Éstas situaciones nos alegran, nos conmueven, nos rebelan, nos enfrentan sin remedio a preguntas no siempre cómodas, preguntas de esas que uno puede obviar ante los demás pero difícilmente puede ocultarse a sí mismo.
Hay dos historias anónimas con las que llevo bastantes días encontrándome, y que me transportan a un ejercicio de imaginación e invención que seguramente no lleve a ningún lado.
La primera de ellas transcurre siempre en el metro, en la estación de Sol. Allí cada mañana a las 8 y cuarto me cruzo con dos ancianos, más o menos de la edad de mis abuelos. Él está siempre sentado en un pequeño taburete, con su violín al hombro, obsequiándonos a todos los que pasamos con legañas en los ojos con unos segundos de paz y sosiego. A su lado en otro pequeño taburete se encuentra ella, que le mira con unos ojos repletos de amor y admiración, y que cada ciertos segundos pasa una hoja del atril cargada de signos mágicos, signos enmarcados en esas filas de cinco líneas que a él le sirven para arrancar pedazos de magia del violín, como un prestidigitador del sonido.
El contraste entre los miles de viajeros pasando a toda velocidad y con caras de estrés camino de sus trabajos y esta “extraña pareja” es sobrecogedor. Al final del día unas cuantas monedas sobre una caja de cartón son el pago a tan impagables servicios.
La segunda historia la protagoniza un hombre de mediana edad, pelo cano y larga perilla del mismo color. Cada mañana lo veo sentado en la entrada de una antigua biblioteca cerca de mi trabajo, siempre en la misma posición, la espalda apoyada en el suelo y los brazos levantados hacia arriba como queriendo asir algo, algo invisible e intangible que los demás no podemos ver. Alguna vez le he visto al salir de mi trabajo, en otro lugar distinto, con otra postura pero con los mismos ojos, ojos que traslucen inteligencia y serenidad, y posiblemente mucho más, quizá amargura, quizá tristeza, quizá solo perplejidad, o deseo, o esperanza,… o que sé yo, no soy capaz de adivinarlo.
Cada mañana le veo en la misma postura, junto a ese carro cargado de todas sus pertenencias, y me pregunto qué hace allí, como ha llegado allí, ¿por alguna desgracia? ¿por alguna decisión?.....
Cada mañana llego a la oficina cargado de preguntas, y sin ninguna respuesta.
1 comentario:
que curioso! esas sensaciones, incluso personajes semejantes les he visto en la pequeña ciudad en la que vivo. bueno quizas no tan marcados, pero al menos si transmiten la misma sensación que a ti te producian estas personas que describes, amigo. señal de que hay ciertas cosas comunes, normalmente nada recomendables, miserias, que ocurren en cualquier parte del planeta.
muy apropiado para leer tu post desde una de las mayores metropoli del globo, por cierto!
Estoy bien y por aqui, Rinconcito, no voy a echarme crema todavia que hace mas bien frio :))) Os mantengo informados!!
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