La ultima entrada la escribí desde uno de esos restaurantes de
carretera en un poblado cualquiera del Istmo de Tehuantepec, de los
que están sembrados de topes y nunca sabes si sus casas están a medio
hacer, o a medio caer. Menú sencillo, escaso mas bien, y comida mala
sobre hule maltratado, con gran variedad de salsas mexicanas de
fabrica, tortillas recalentadas y un porche en mestizaje con garaje
envejecido, y mientras, el radio suena con la mejor cumbia de bote. La
vista, una carretera sinuosa en su tramo mas recto y bajo; no muy
lejos esta el mar, pero no se ve, se pierde entre el vergel, palmeras
aquí y allá, con las casas del poblado que se desparraman por las
riberas del pavimento. Solos, no pasan muchas almas, y menos motores
por estos lados, hasta que llegan ellos, pero no con hambre; quieren
estirar las piernas, y que la niña se entretenga, con atracciones
locales como la pareja de bueyes uncidos que patean lentamente y
atraviesan el cuadro que es el porche como en las películas a cámara
lenta, despacio, pero incansables. "Pues como la vida, ¿no?"
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