Aquel barrio no era lo que se dice seguro precisamente, y me empezó a recorrer una sensación de intranquilidad. Me revolvía en mi asiento y miraba al taxista ya callado desde que dejamos Reforma, y empecé a pensar un tanto nervioso en todas las advertencias de seguridad en el DF. Asaltos, taxis piratas, secuestros. Muchas historias de taxis robados – o sin robar- que toman a un viajero y lo alejan de las zonas concurridas para, como poco, dejarle con poco menos que la ropa puesta, y no todo. Ya iba notando yo que se me aceleraba el pulso, al no reconocer ni una sola señal e ir entrando en barrios más desiertos. Recordé la historia que me contó un chofer del Gran Meliá la primera visita al DF, sobre un alemán que bajo cuenta y riesgo había parado un taxi en la calle de madrugada para ir al aeropuerto, pese a que le ofrecieron un taxi seguro del hotel. El alemán apareció dos horas más tarde con un navajazo en el vientre, dos cuadras alejándose de Reforma. Se había resistido a ceder también su pasaporte y el taxista asaltante se había encabritado, sacando filo.
Norma número 1: coger un taxi de sitio o del hotel. Yo había cogido el taxi en el mismo hotel, pero confiado, no había cuidado la norma número dos, que era pedir siempre el tarjetón (licencia del taxi) y los boletos (recibos). Ni la número tres, que es preguntar el precio sin montarse, aunque ésta para el caso no tenía mucha importancia. Mierda. Así me comí mi sensación de intranquilidad y recé que apareciera ya un cartel de aeropuerto, o cualquier cosa que me indicara que estabamos en el buen camino y que el tipo no me estaba llevando al barrio del infierno donde esperaban sus compinches para desvalijar al gachupín zonzo. Dejé de pensar en todas las historias y leyendas, tratando de relajarme, pero es que era un estúpido porque no era la primera vez que me veía en la circunstancia, y parecía no aprender.
Norma número 1: coger un taxi de sitio o del hotel. Yo había cogido el taxi en el mismo hotel, pero confiado, no había cuidado la norma número dos, que era pedir siempre el tarjetón (licencia del taxi) y los boletos (recibos). Ni la número tres, que es preguntar el precio sin montarse, aunque ésta para el caso no tenía mucha importancia. Mierda. Así me comí mi sensación de intranquilidad y recé que apareciera ya un cartel de aeropuerto, o cualquier cosa que me indicara que estabamos en el buen camino y que el tipo no me estaba llevando al barrio del infierno donde esperaban sus compinches para desvalijar al gachupín zonzo. Dejé de pensar en todas las historias y leyendas, tratando de relajarme, pero es que era un estúpido porque no era la primera vez que me veía en la circunstancia, y parecía no aprender.
¡Al fin! Se apareció la señal vial con el avioncito dibujado y me sentí como el indio Juan Diego cuando se le apareció la Virgen de Guadalupe. Cuando llegamos al Juarez Internacional, en vez de rezar a la virgencita morena, le di 50 pesos de más al taxista como agradecimiento por no haberme rajado o algo así, y me metí en la terminal sintiendome un auténtico idiota paranoico una vez más. ¡Pero sano y salvo! Ande yo viviente, riase la gente...
2 comentarios:
madre mía...si no fuera por tus ojos y el pelo claro sería muy fácil imaginarte contando ésto mismo pero con el auténtico acento de México. Ándale...
Vale Daviz, esa me la contaste pero no me dijiste que fue por tepis donde pasaron, aunque bueno no es para tanto te dire, pero no deja de ser un lugar peligroso
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