Estoy en mi departamento de la calle Schiller, una tarde de invierno, de un invierno demasiado frío. Las palmeras se agitan en la calle, en el balcón de enfrente asoman luces tempranas, como un árbol de navidad postergado. Tomo el ascensor, piso cero. Inicia el traqueteo de descenso, esta vez solo un zumbido, que se prolonga hasta que se abren las puertas. Pero no es el piso cero, no es el portal del condominio. Es otra cosa, aun no puedo verlo, la negrura se cuela en la cabina como una niebla alcalina, me corta la respiración de cuajo, y se me para el corazón de miedo, un miedo irracional, un miedo imposible. El ascensor se abre sobre lo que parece ser un piso de piedra oscura, un monolito ligeramente curvado en un vacío negro insondable. Es una plataforma de piedra de dimensiones ciclópeas, inclinada en su horizontalidad, y que parece sostenerse en el centro de un universo apagado, sin estrellas, ni luces, ni polvo cósmico, solo el vacío, o quizás si titilan unos puntos lejanos, son dos estrellas desahuciadas. La propia piedra emana una refulgencia azulada, como una iridiscencia mortecina, sombría, que parece querer llorar por tan triste panorama. Es el olvido, ¿estoy en el fin del mundo, en el límite del universo? La misma luz azulada envuelve tres figuras humanas, o humanoides, envueltas en una tela aterciopelada, de abrazo lánguido pero viscosamente viva, como si fuera la tela la que animara los cuerpos amortajados de unas figuras muertas. Ellos no advierten mi presencia, parecen absortos en una suerte de ritual. Brazos alzados, susurran estertores; y un zumbido grave, monótono, les responde reverberante, como si fuera la propia plataforma la que soñara lamentos pétreos, y les acusara. Me recuerdan a unos sacerdotes de un rito pagano, ahora les distingo, son dos mujeres y un hombre, sin ojos, o con las cuencas vacías de negrura, vacías de luz. Y me aterrorizo, golpeando incesantemente el botón del seis, con el solo objetivo de despertar, o que al menos, se cierren las puertas, que se colapsen sobre tan lamentable y escalofriante paisaje. Estamos en medio de la nada, en un sueño, sí, en el vacío en que ya no moran las estrellas, y estos seres en su olimpo oscuro murmuran y rezan, ¿a quién? Entonces me descubren, la luz amarilla del ascensor rompe su mantra, y uno de los sacerdotes agarra mi muñeca y me arrastra fuera del ascensor. No me resisto, el miedo me paraliza, solo grito con la mirada, que bascula en la cabina del ascensor, que quiere aferrarse a su luz cálida, pero termina trepando sobre ella, donde hay un altar retorcido, que envuelve el hueco por el que mi ascensor ha descendido. Es una columna profusamente tallada con glifos, volutas, escamas, símbolos, protuberancias, picos y grandes cabezas de iguanas, serpientes o dragones, y sobre una de esas gárgolas deformes de tamaño colosal, hay un hombre, que se retuerce agónico. ¡Está clavado a la piedra! Está muriendo, aplastado, crucificado, con sus manos clavadas sobre su cabeza, su cuerpo deformado se arquea sobre la cabeza de serpiente, y una sangre oscura, lodosa, se escurre por la piedra, cae sobre mi cara, sobre mi hombro, sobre mi mano atrapada en la garra de terciopelo vibrante. Pero no es un hombre lo que está crucificado, tiene una corona de espinas, y una barba hebrea, no tiene pecho apenas, pero está desnudo, y su sexo es el de una mujer, famélica, de cadera estrecha, de carne huesuda, lanceada; sangra de un costado, pura costilla, sangra de la frente, y de sus manos y pies atravesados. La boca de la mujer, o del hermafrodita, está abierta en un rictus congelado, gritando sin sonido, o si lo hay, se pierde en el aire añil.
El sacerdote tira de mí, me arrastra sobre el piso inclinado, no, no es exactamente eso. Me desliza, liviano, sobre un aire enrarecido que sabe a sal, mis oídos estallan, no tengo equilibrio, no sé donde está arriba y abajo, estoy mareado, aterrorizado. Me está empujando hacia el vacío, me rebelo, peleo, es inútil, me aferro al suelo, pero es granito liso, es obsidiana, no hay donde agarrarse, llegamos al borde de la plataforma, no hay nada más allá. Negrura. El sacerdote me empuja, pero no caigo al vacío. Es el vacío el que cae sobre mi, se vierte sobre mi boca abierta, cae sobre mi estomago, entra en mis entrañas, sale por mis ojos desencajados. Y en eso me convierto, en vacío.
3 comentarios:
me gustó la descripción de vacío. Muy bueno, me recordó un poco a... Lovecraft?
sí, puede! a mi también me recuerda ominosamente al ominoso Lovecraft, un poco.
Lo curioso es que lo soñé a raíz del trozo de teatro que vimos en la FIL. Ese mismo día creo que fue cuando conseguí el librito de Lovecraft, que no leí hasta bastante después (y que tú también leiste)...
eso es ciclopea, ignota y ominosamente cierto.
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