Segundo episodio de amor-odio. Hay que reconocerle a Starbucks que en
Italia se arruinaría: el café esta malísimo, el té es aun peor, y
esa manía del XL y rodearlo todo de saquitos de café de sitios de
sonido exótico, el aval del café basura debe ser, que ni los
JuanValdez de Bogotá le tosen. Lo único que se salva son los
bocadillos, y el protocolo, así garantizamos que no haya cuatro
baristas atendiendo a la misma persona con ese estilo tan propio que
llamaremos "simultaneidad rotativa", por ponerle un nombre, y que
patentó la boulangerie (o patisserie, quien se acuerda) de Horacio.
Chicas, menos francés y más orden, que os pisáis.
Y sin embargo, sigo viniendo al Starbucks; jamás vi un sitio tan
cómodo como el de Masaryk, una mansión de tres pisos apoltronados,
siempre hay un sillón libre. Casi como ir a la casa de alguien, eso
sí, que no sabe hacer café, pero que tiene un salón muy acogedor.
Ahora, que me estoy apresurando a ponerme los cascos para no oír al
par de chilenos chillones que me han tocado al lado, que en vez de
darse consejos uno al otro, parece que se están pegando. Ay, la
misantropía, que sabia. ¿Dónde esta mi cueva, Alain?
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