Observo. Es diferente observar desde lo alto, sin metáforas. Los caminantes sobre la rambla, los coches circulan deslizándose suaves como si el asfalto fuera lodo, con los faros amarillos como dos ojos de una máquina nocturna. Es de noche.
La chica del portátil, pensativa, recostada en su sillón esquinado, con la manzana iluminada, el pelo recogido, y su café, que ya no humea, sólo es cartón. Los arbolitos modelados como esferas en la acera, las palmas, y una india recostada en un portal, con la mano alzada murmura, pide, alza los ojos con su cantinela en cada paso, en los cruces de los transeúntes, que no son muchos en esta hora temprana de la noche, o agonizante de la tarde, el crepúsculo ya terminó hace rato.
No es la única desgraciada: en el fondo del café, un sillón, y dos chicas. Una se enjuaga las lágrimas con una servilleta, la nariz, y hace muecas, los ojos congestionados. No se oye lo que dice, es como ver un grito sin voz, es el cine mudo. Gesticula, y finalmente, sus labios se cierran en torno a unas palabras “¿Por qué a mí?”. Y sigue llorando.
No hay diferencia para la desgracia, para su esencia, que se nutre igual, dentro o fuera, en la calle o en el café, de la india o de la blanca.
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