Al principio empezó como una leve iridiscencia que bullía en sus entrañas, hasta el punto que creció hirviendo su sangre y pronto, aquella comezón interior no pudo contenerse y literalmente estalló, liberando toda su rabia contenida. La ira se vertió como se vierte un jarro de agua tumbado sobre el suelo, derramándose por su boca, sus ojos, sus oidos, sus poros, pronto arrasando la alfombra granate, rebasando la mesilla de centro y volteando libros y otros objetos que estaban en ella posados. La ira inundó el salón, trepando por las paredes, resquebrajando aquel marco de fotos donde toda la familia posaba en el cumpleaños de la abuela; rompió también la ira vertida el premio de vidrio que ya estaba roto y que aun aguantaba de pié sobre la mesa del televisor. Alcanzó la inundación furiosa las máscaras prehispánicas que tenía colgadas, las plantas se secaron con tanta rabia, y llegó a alcanzar el cuadro de colores vivos, que se volvieron oscuros y parduscos solo al toque de aquella inundación de rabia que aun seguía emanando de su fuente furiosa. Pronto, los cristales del salón se rompieron de pura furia, y aquella sustancia viscosa, invisible, intangible pero insaciable se vertió a la calle desde el segundo piso con un goteo fluido al principio, y más tarde con todo el frenesí furioso que la rabia auguraba. Llegó al despacho de pan de calle, y tocaba ladina cos sus dedos viscosos las mesas de la terraza de la cafetería. Las plantas de la floristería que campaban sobre la acera en el escaparate se pudrieron, y cuando la ola furiosa entró en la panadería, la panadera ya no servía las barras gentilmente, si no que las apachurraba antes de cederlas al comprador, haciéndolas crujir y casi partirse. Ya no era amable, ni decía buenos días. Solo pedía el dinero y arrojaba prácticamente el pan machacado sobre el mostrador. La ola viscosa de rabia ya les llegaba a los tobillos a las clientas cuando están protestaban por lo poco cocido del pan o porque la ultima se había colado en el turno del despacho y nadie respetaba ya nada.
El fluido rabioso siguió su avance, llegó a la plaza, y de ahí a la calzada de la gran avenida, donde los conductores pronto ya enfadados empezaron a colapsar de tráfico la calle. Tocaron los claxones, y los peatones resbalaban sobre los pasos de peatones, pues el fluido rabioso era de mal pisar, inestable, y engañoso. Algun caido, al levantarse, se volvía furioso contra los conductores, y alguno hubo que arremetío contra la fina chapa de los coches más nuevos, enzarzándose en una rifi-rafe con el conductor. La ola era imparable y ya pronto regaría todos los rincones de la pequeña ciudad, y no paraba de fluir, y de secar los jardines, los parterres y las macetas urbanas; de alterar a los ciudadanos, de oxidar los bancos y las farolas, apagando la luz vespertina; no paró hasta llegar al mismo corazón, al sitio donde los niños juegan en las tardes de abril; no paró hasta vaciar la calle, hasta no dejar nadie más que los enfadados habitantes que pronto, se ahogaron en la ola de furia que manaba despacio y sin pausa.
Entonces, pedí al cielo que lloviera.