viernes, 23 de mayo de 2014

Estaba comiendose la cara por dentro, arrancándose las mejillas, torciendo la mueca mientras esperaba un rasgo legítimo de su felina actitud. Esperanzada, miraba en derredor, me interrogaba. Pero yo no podría estar más lejos, a un metro apenas, ni más indiferente. Continúa, me dije, no vas a sacar nada.
El aire estaba frondoso de verdor, la tarde cálida. Olía a desecho, un golpe de alcantarilla burbujeando. Ya estábamos acostumbrados, con eso, y con el mosaico quebrado. Con la maresia, con el clamor de los motores que se arrastra, noche y día, en la ciudad más bella, donde estábamos todos sentados en la calle. En una mesa, en sillas y bidones.
No pudo esperar más, y se acercó. Contoneaba las caderas, arrastraba la sandalia.
- ¿Es que no me vas a invitar a un café? Pregunto
- no. Sólo venden zumos, dije
- ¿y a un paseo por la playa?
- llueve, va a llover. Es inverno
- no para mi, respondió. Descarada, seductora. Olía a sardina.
- eres fea, quise decir, pero no dije, y sólo lo pensé.
-y tu, eres un cabron, ella dijo, quiso decir, y no lo pensó.

Estiró el dedo corazón en mi cara, me apunto con el índice, beso su meñique. Me echó una maldición, conjuró un mal de ojo, mandó un beso, y se marchó.


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