El aire estaba frondoso de verdor, la tarde cálida. Olía a desecho, un golpe de alcantarilla burbujeando. Ya estábamos acostumbrados, con eso, y con el mosaico quebrado. Con la maresia, con el clamor de los motores que se arrastra, noche y día, en la ciudad más bella, donde estábamos todos sentados en la calle. En una mesa, en sillas y bidones.
No pudo esperar más, y se acercó. Contoneaba las caderas, arrastraba la sandalia.
- ¿Es que no me vas a invitar a un café? Pregunto
- no. Sólo venden zumos, dije
- ¿y a un paseo por la playa?
- llueve, va a llover. Es inverno
- no para mi, respondió. Descarada, seductora. Olía a sardina.
- eres fea, quise decir, pero no dije, y sólo lo pensé.
-y tu, eres un cabron, ella dijo, quiso decir, y no lo pensó.
Estiró el dedo corazón en mi cara, me apunto con el índice, beso su meñique. Me echó una maldición, conjuró un mal de ojo, mandó un beso, y se marchó.
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