Me maravilla la opulencia de la naturaleza en el estado de Rio de Janeiro, en especial en la costa verde que va de la capital hasta la costa paulista. Da igual la foto que busque, es imposible captar todo ese verdor salvaje, las montañas enormes casi al pie del mar y el mato tupido verde y mas verde casi comiendose el mar. Es increíble.
Desde la zona encharcada, el mangue en Parary, donde miles de cangrejos se pasean por el fango como cucarachas en un basurero, apenas se veía la ciudad. A cien metros apenas, y solo asomaba las puntas de las iglesias portuguesas, la de los esclavos y la de los libertos como intentando escapar del bosque tropical. Palmeras, bananeros, arboles, mata, qué se yo. Una maravilla, los portugueses debieron encantarse y aterrorizarse de esa naturaleza sobrecogedora. Pensaba en el libro El corazón de las tinieblas. Como si en cualquier momento la naturaleza fuese a tragarse el pueblo blanquecito, como si estuviera en algún punto remoto, o en un tiempo anterior. Pensaba en que seguramente nadie había conseguido subir a esas montañas tapizadas (¿Para qué? Por otro lado. Tantas y de mata tan densa, ¿Quien va a hacer el esfuerzo sin oro a la vista o cualquiera otro buen motivo de lucro?). Pensaba en todo esto, en todo el verde, en los pajaros, los urubus y las garzas, paseandose al borde del pueblo, al borde del mar. Y en eso, desembarcaron todos los turistas que habían pasado el día de paseo en barco por el litoral, una tropa de cien personas por lo menos invadió el muelle y ahí me jodieron la ensoñación conradiana. Vuelta a la realidad, ¡Paraty es el paraíso de los turistas!
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